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lunes, 22 de junio de 2015

Con su linterna,
el niño hace bailar
a las estatuas.
          (Jorge R. Quintana)

Codorníu admira la sencillez de las imágenes y de las gentes, pero él es complicado. Igual le ocurría al joven Werther cuando se refugió en Wahlheim. 

Le estoy observando a pocos metros. Él no es una estatua; pero solo con mi atención ya le finjo vivo, como dice el hayku. La brisa, por el contrario, peina y despeina los gorriones que merodean alrededor de su mesa. Saben que Codorníu anda enredado con los recuerdos y no se alejan de su lado, aunque no puedan atravesar el abismo biológico que les separa. El más osado se acerca hasta mí y me pide que le pregunte que si no se siente muy solo. Accedo, los gorriones son muy pesados: si paso del primero, sé que luego vendrá otro y otro. 

Le deslizo la pregunta al oído. Hasta los anillos de las marcas de espuma de su cerveza detienen el descenso y se preparan para escuchar por si hay respuesta. Por fortuna, los saltitos de los gorriones –el más suave de todos los sonidos que nos rodean- contribuyen a que se oiga perfectamente el silencio. Es justo lo que yo hubiera contestado.

Los mutismos de Codorníu asoman su balanceo por detrás de un búcaro muy especial, que lleva clavado en el corazón. Se trata de una botella de albariño sin etiqueta, que dio sabor a nuestros besos en la misma mesa donde se encuentra ahora, sumido en añoranzas y medio borracho.

Me gustaría decirle al gorrión que me hizo la pregunta: «El encuadre es perfecto, déjalo así; hasta pintarlo sería un pecado. Incluso está de más hacer un relato sobre lo que siente en la intimidad de su ser»

Pero... ¿Cómo pintar un óleo sin que el pincel deje algunos pelos en el lienzo?


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