ya no miro el
paisaje
sino mi
rostro.
Susana Benet
Mikael me ocupa las
veinticuatro horas del día; aunque no por eso quiero dar la impresión de que me olvido de
Codorníu, al que acojo y reflejo a partes iguales cuando, sentado ante mí (cosa infrecuente, pues este calor le mantiene todo el día de los nervios), ancla su
atención en el sonido de las aspas del ventilador del techo. De noche sale a pasear por
aceras solitarias retardando el momento de meterse en la cama. La bolsa de
basura, colgando de su mano cual peso muerto, y el corazón de zahorí -reventado por las arritmias del desencanto- no paran de rastrear conexiones a ver si el radar se topa con alguna frecuencia pasada donde fuimos felices.
Pero Codorníu anda buscando
instantes que la memoria se encarga ya de dosificarle por simple economía. La muy tacaña
retiene para sí los últimos sustantivos de colección que leyó de mis labios y, a cambio, se desprende del dolor inhumano que subyace bajo sus yemas, mientras, por el día, se pega a
muebles y paredes. La memoria gasta guantes de látex; sabe que no hay
que dejar pistas para no ser alcanzada por la culpa que aún persigue a este mudo
inquilino conceptual del espejo.
El tiempo no hace excepciones: se encoge para
todos los reflejos y empaña su rostro de tanto condensarse. Embriagadas en medio
del vapor, las imágenes fingen una existencia que no tienen. Cada noche, en la
mesa, Codorníu repasa los arabescos del hule buscando una salida al laberinto. Ningún apetito le recuerda a la vida: cena -o hace que cena- entre migas
de pan tiradas a los dados.
Un batir de tortillas guitarrea con las cuerdas de tender en el patio. Es lo único ciertamente real; precisamente en ese contexto: sin nadie que lo escuche.
Un batir de tortillas guitarrea con las cuerdas de tender en el patio. Es lo único ciertamente real; precisamente en ese contexto: sin nadie que lo escuche.