Al retirarme a
la montaña, esperaba dejar
atrás el dolor de mi vida familiar y el resto de dificultades mundanas; pero me siguieron. Me llevó muchos
años darme cuenta de que dichas
dificultades eran la parte principal
de mi práctica.
(Jack Kornfield: Camino con Corazón)
Codorníu admira las enseñanzas del cielo otoñal. En concreto observa cómo se van sucediendo sin remedio las nubes blancas, dejando espacio entre ellas al vacío fondo azulado.
Cuando le conocí, su corazón perseverante era una rebanada de pan bimbo a
la que aún no se había asomado el cobre verdoso de los patrones reactivos apegados. Luego, sus años saltaron de
diez en diez hasta tener a la vista el acantilado con su cama deshecha. Todavía retumban allí abajo los mensajes de aquellas botellas perdidas, que llegaron con el intenso balanceo de los setenta; aunque, lo que se dice vivir, esos frascos ya solo viven en su interior mecidos por sueños dulcemente irrealizables.
Ahora, desollados por los grilletes del tiempo, sus tobillos acogen con gratitud las sencillas caricias del salitre y la acupuntura que le aplica la hojarasca barrida por los aires difíciles. Alguna oquedad rocosa del acantilado, útil en el pasado para nuestros juegos de juventud, colabora conmigo para ulular en sus oídos unas sílabas desde la resiliencia. Despierta, le digo, soy yo la que da realidad a todo. La que concibe un mundo exterior que aparenta existir desde ahí fuera. La que hace que representes el personaje que supones ser.
Pero Codorníu necesita más tiempo para comprender cuanto le digo. Aún sufre la herida abierta del mayor de los errores, creerse el hacedor de sus acciones. Por eso, mientras abro el abanico y pinto su mundo para que no se levante en el vacío, le deslizo al oído esta reflexión: ¿Acaso es posible atribuirle autoría y responsabilidad a los gestos hechos por el reflejo mostrado en un espejo?
Ahora, desollados por los grilletes del tiempo, sus tobillos acogen con gratitud las sencillas caricias del salitre y la acupuntura que le aplica la hojarasca barrida por los aires difíciles. Alguna oquedad rocosa del acantilado, útil en el pasado para nuestros juegos de juventud, colabora conmigo para ulular en sus oídos unas sílabas desde la resiliencia. Despierta, le digo, soy yo la que da realidad a todo. La que concibe un mundo exterior que aparenta existir desde ahí fuera. La que hace que representes el personaje que supones ser.
Pero Codorníu necesita más tiempo para comprender cuanto le digo. Aún sufre la herida abierta del mayor de los errores, creerse el hacedor de sus acciones. Por eso, mientras abro el abanico y pinto su mundo para que no se levante en el vacío, le deslizo al oído esta reflexión: ¿Acaso es posible atribuirle autoría y responsabilidad a los gestos hechos por el reflejo mostrado en un espejo?