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miércoles, 16 de diciembre de 2015

No podría haber palabras escritas sin el papel; pero los hombres siempre olvidan el papel cuando leen las palabras. 

                         Ramana Maharshi 

La luz se cuela entre los deshojados plataneros. El viento trenza sus haces en el aire dejando un lazo de murmullos en la mañana. Codorníu lleva toda su vida siendo más personaje que Ser. La sombra de un guiñol ofuscado baila con el crepitar contra las paredes internas de una carbonera humeante llena de brasas: su cuerpo. 

En la cabeza se aprieta un puré de pensamientos y deseos. Parece que está lejano eso de quedar al descubierto un puzzle completo de lo percibido. Los rodales del karma poseen el terco magnetismo de Escila y Caribdis y, al menor descuido, le arrojan contra los arrecifes privándole de mi presencia.

Cargado como un Sísifo con su bola, le acompaño a desescombrar materiales acumulados por él después de tantos años. En el parque frente a su casa, que hace de vertedero, hay ya de todo: olas en la mente, movimientos erráticos que buscan la felicidad sin saber cómo; pasiones movidas por la energía, deseos... Y en general, apuntes apresurados acerca de su historia personal, fotogramas imaginarios que han sido claves para hilvanar su conducta reactiva. 

Codorníu va camino de cambiar la percepción. Cada vez necesita menos lo externo. «LLeva la mente a casa, abandona este mundo en tu mente, céntrate en el Yo Soy...», le receto a la noche, cuando pasea tranquilo con la bolsa colgando camino de los cubos de basura. 

lunes, 23 de noviembre de 2015

En un campo 
soy la ausencia de campo. 
Así sucede siempre. Dondequiera que esté 
soy aquello que falta.
 
(Mark Strand, 26 poemas tempranos)

El otoño agoniza cuando lo dice el frío. Con puntualidad de relojero, la piel siempre manda sobre el calendario a la hora de congelar al buscador que se patea el bosque profundo. ¿Dónde leches se oculta el riachuelo?, se pregunta Codorníu, con la mirada perdida en el fondo del barreño azul de plástico mientras lava las hojas de lechuga. 

Le aconsejo que, cuando llueva, combine el metrónomo de su corazón con el sonido cadencioso de las gotas que dejan caer los canalones agujereados. Los pliegues labiales de su oído beben a pequeños sorbos mis palabras, en el amplificador de una lata oxidada en el patio de luces. Es una alternativa. Por las emulsiones brillantes de las cuerdas de tender se alarga una sonrisa bonachona que puede ser importante. Codorníu sabe que al ser conscientes de un objeto, somos conscientes de la consciencia que lo da a conocer.  Pero en esa escena Codorníu no sabe que sobra.    

Codorníu (le susurro...), la quimera de la separación se disuelve ante el potente foco del presente, como la nieve ante la garza blanca. En el fondo del charco de la vida ya somos uno, le digo. ¿Tanto te cuesta verlo? Saca una mano y muéstrala extendida a la sorpresa, a la perplejidad frente al hallazgo repentino de aquello que jamás perdiste: estar vivo y saberlo

Ah, y deja que las cosas sean -como decía Heiddegger.

domingo, 15 de noviembre de 2015

En los tiempos sombríos, ¿se cantará también? 
También se cantará sobre los tiempos sombríos. 
                                 Bertolt Brecht

A pesar de que Codorníu jamás deja de estar presente a mis ojos, hay muchos momentos en que los nubarrones cotidianos le ocultan mi mirada. Terco como una mula, sigue empeñado en querer atrapar el espejo como si fuera un reflejo más. Sería la monda que alguien que ha llegado tan tarde a sí mismo pudiese desmontar su ignorancia con tan solo utilizar el intelecto. Gracias a este, al menos, va pelando la corteza de sus torpezas intensamente repetidas; aunque ese transporte le deje en una parada tan lejos de la meta. 

Con el amanecer siempre le pillo embelesado, fijos los ojos en la primera página en blanco de este incunable que escribimos a medias. Ahí, con la mente ensimismada, aprovecho de puntillas para devolver el libro a su mesilla. Cuando acaba el día y se duerme, me lo llevo de nuevo. No me aguardan sorpresas. «Déjame que te espere, aunque no vuelvas»me contesta siempre como único comentario a mi correspondencia. Solo por esto, Codorníu me ha ganado para estar eternamente a su lado.  

Ahora mismo está leyendo algo que le dejé anoche: «No hay nadie cuando se actúa, cuando se piensa. En este mismo instante todo fluye sin un autor que firme lo que sucede; solo después de actuar es cuando el ego se apropia del acto, pensamiento, emoción o lo que sea. Jamás estuvo presente nadie; aunque un segundo después este yo-que-crees-ser se ponga la medalla con todo su morro».

domingo, 8 de noviembre de 2015

Hay una persona imaginaria en mi mente, yo. Pero cuando miro, ahora mismo... y trato de hallar a este "mi" no encuentro nada. ¡Es solo un pensamiento! 
(C. Hayes, La paz perfecta)

Al otro lado del cristal podía ponerse a diluviar en cualquier momento. Codorníu necesitaba volver a unir las piezas de esta realidad fraccionada, darles una nueva gestalt, sentir cómo las partes se volvían arenilla entre los dedos de su mente. Había algo tan doloroso en la locura de esta vida, en su extravío, que su falso yo llevaba algún tiempo bajo sospecha. Cuando quiso parar -si es que alguna vez quiso- ya era tarde: estaba atrapado entre aquellos espejos vacíos que se miraban frente a frente, simulando la existencia de imágenes sin sustancia contra toda lógica.

Ese día la lluvia me trajo su primera llamada de auxilio. En un principio dudé por si se trataba de una corazonada mía: aún tengo abierta una cuenta con él desde aquel andén de la estación de metro de Sevilla, junto a los sueños de quien hubiera sido si no hubiera borrado sus recuerdos; aunque de eso había pasado tanto tiempo… Con prudencia, me acerqué lentamente y me mantuve a su espalda, dándole margen para que se fuera sacudiendo de encima algunos rescoldos que aún intentaban escocer. 

Me conmueve la energía que consumen estas fantasías que se tienen por verdaderamente existentes. Tal vez esa emoción me delató, y Codorníu cambió el paso a más lento, poniendo en cada una de las pisadas una intensa atención. Cuando se hizo consciente de mi presencia, comenzamos juntos a digerir el aluvión de recuerdos inexpresables, que emergían a borbotones por una boca de riego rota en nuestro pasado compartido. Fue como si él se volviera y, de forma voluntaria, me enchufase un USB con el archivador donde estaban todos nuestros hábitos resistentes al olvido...  

Así, sin más,  似心伝心 (de corazón a corazón), estuvimos un instante cogidos de las manos, flotando fuera del tiempo cual cosmonautas en la atmósfera exterior de una nave. 

Fue suficiente; aunque eso ni se lo dije ni creo que se diera cuenta.

sábado, 24 de octubre de 2015

Al retirarme a la montaña, esperaba dejar atrás el dolor de mi vida familiar y el resto de dificultades mundanas; pero me siguieron. Me llevó muchos años darme cuenta de que dichas dificultades eran la parte principal de mi práctica.
 (Jack Kornfield: Camino con Corazón)


Codorníu admira las enseñanzas del cielo otoñal. En concreto observa cómo se van sucediendo sin remedio las nubes blancas, dejando espacio entre ellas al vacío fondo azulado. Cuando le conocí, su corazón perseverante era una rebanada de pan bimbo a la que aún no se había asomado el cobre verdoso de los patrones reactivos apegados. Luego, sus años saltaron de diez en diez hasta tener a la vista el acantilado con su cama deshecha. Todavía retumban allí abajo los mensajes de aquellas botellas perdidas, que llegaron con el intenso balanceo de los setenta; aunque, lo que se dice vivir, esos frascos ya solo viven en su interior mecidos por sueños dulcemente irrealizables. 

Ahora, desollados por los grilletes del tiempo, sus tobillos acogen con gratitud las sencillas caricias del salitre y la acupuntura que le aplica la hojarasca barrida por los aires difíciles. Alguna oquedad rocosa del acantilado, útil en el pasado para nuestros juegos de juventud, colabora conmigo para ulular en sus oídos unas sílabas desde la resiliencia. Despierta, le digo, soy yo la que da realidad a todo. La que concibe un mundo exterior que aparenta existir desde ahí fuera. La que hace que representes el personaje que supones ser. 

Pero Codorníu necesita más tiempo para comprender cuanto le digo. Aún sufre la herida abierta del mayor de los errores, creerse el hacedor de sus acciones. Por eso, mientras abro el abanico y pinto su mundo para que no se levante en el vacío, le deslizo al oído esta reflexión: ¿Acaso es posible atribuirle autoría y responsabilidad a los gestos hechos por el reflejo mostrado en un espejo?

martes, 6 de octubre de 2015

La madera no puede ver sus cenizas, las cenizas no pueden ver la madera.
(Eihei Dōgen, siglo XIII)

A falta de un mar pegado al pie de la ventana, Codorníu ya pide tan solo un riachuelo simbólico para el discurrir del último tercio de su vida; otra cosa es que le sea dado. Mientras tanto, ha de conformarse con una carretera seca a la intemperie que sube por delante de su casa.  

En este momento, un coche pasa con la música a tope (Me asomo a la ventana eres la chica de ayer...)

Aprovecho la canción y le digo al viento que la siga silbando entre los árboles. De mi brazo seguimos el asfalto hasta que se vuelve un sendero borroso entre las nubes. A ambos lados se extiende un mantel de edelweiss y campanitas con cargo a la mente del personaje. La pelea que se trae con un mundo sin compasión le impide escucharme; la entidad que cree ser arrastra un avispero inútil de teorías particulares sobre el bien y el mal. 

Reclamo su atención al mirar el rayo verde de la puesta. Cuento con ventaja: conozco su debilidad por el cine de Rohmer y la pintura de Edward Hopper. Desde los dominios nubosos, sobre esa hora del crepúsculo, le invito a preguntarse en qué han quedado las monstruosas siluetas de las falsas identidades que adoptó en el pasado, ahora despeñadas en el barranco...  Noto cómo le conmueve su tamaño de juguete allá abajo.

Con luz, cuanto se puede observar es ilusorio; sin luz, inexistente. El actor eterno insatisfecho– sigue buscando, entre el atrezzo, un disfraz de actor que no encontrará nunca. 


domingo, 27 de septiembre de 2015

La forma es vacío y el vacío mismo es forma; el vacío no se diferencia de la forma, la forma no se diferencia del vacío.
Sutra del Corazón, s. V a.C. 
Codorníu inventa el mundo cada mañana con un encogimiento de hombros. Las palmas de las manos pegadas al cristal de la atención, en un ahora miro/ahora no miro, luchan por sentir el tacto para que se cuelen en su vida la menor cantidad de actos mecánicos. Ese saber que existe, que la consciencia puso de serie en el canastillo de la cigüeña, le da una efímera lucidez. El pensamiento conceptual le dice que el alma de la hormiga de la encimera y la suya son semejantes, por no decir la misma; pero su conocimiento no es cara a cara; ni mucho menos lo tiene presente de forma permanente.

Codorníu hace tiempo que comprende que su existencia es la misma en todo lo que vive; pero no hay experiencia de ello. "Fíjate en la certeza de ser. Es lo único que no cambia nunca", le repito cada noche cuando, soñando, aguardamos en tierra de nadie para volver antes de que amanezca. En cada recodo del sueño, siempre le hallo atraído por el runruneo de las necesidades creadas, persiguiendo cualquier placebo que compense la angustia de creerse separado y, por tanto, incompleto. 

El resultado de la autopsia del disco duro de nuestro pasado común revela esa carencia que se replica cada noche como un fractal matemático, dolorosamente irregular. Los dos conocimos ese pellizco en el estómago que llega ante cualquier absurda ilusión de coger una mano que no sea el ratón del windows. 

Su relación conmigo dejó labradas las amargas cicatrices del abandono: aún están ahí esas ojeras en el espejo, que recuerdan cuando -a su tiempo- perdió su canica preferida por una alcantarilla del destino. 

martes, 15 de septiembre de 2015

El que ve Es lo que está viendo.
                      (Jean Klein)

En la cocina, el vapor de la olla pega un prolongado siseo y sale con fuerza hacia la solitaria porcelana del techo. La atención de Codorníu, después de seguir su estela inútilmente, queda colgando atrapada entre ese instante dulce y su imagen, que sigue bailando en el espejo del acero inoxidable como la camisa de una serpiente sin nóumeno. 

Este yo al que tanto amé en su día cierra los ojos, se apoya en la pared y sonríe. Lo que siente y lo que piensa me sigue concerniendo, desde que el día que nos despedimos sin mirarnos en el andén del metro de Sevilla.  

Ahora la frialdad de los azulejos le trae recuerdos de unas manos que cogían las suyas en un pasado remoto, allá donde el verdín se mezcla con la bruma.

Llegado a este punto, Codorníu deja siempre de mirar a lo lejos a través de un redondel despejado en el cristal empañado de la ventana. En esos instantes, todo, incluido el tiempo, existe de otra forma para sus adentros. Si no más verdaderamente, al menos desmontando alguna que otra emoción tan inútil como reactiva e inevitable

Codorníu no puede aceptar el papel de simple espejismo. Por eso yerra de un sitio a otro, azuzado por la sed de lograr ser alguien que ha despertado: la principal y última de las quimeras que lo mantiene embelesado. 

La resistencia a existir sin identidad permanente y real es titánica. La sola posibilidad de ser un mero nombre "como-si-existiese" acerca la mano a la llama y hace emerger del alcantarillado celular los pánicos más imprevisibles.


jueves, 3 de septiembre de 2015

Aunque la manteca de yak se usa para mantener blandos y suaves los útiles de cuero, la caja de cuero donde se conserva permanece dura como una piedra.
           (Enseñanza tibetana)

Codorníu está mirando hacia la curva por donde deslumbran, al girar, las luces de otros egos que comienzan su búsqueda al amanecer. 

Sentado en el escritorio que hay junto a la mejor de las ventanas de la casa, sigue el compás de la música con un suave balanceo de cabeza. Por el aire suena, anudando corbatas de nostalgia, una “Mariposita de primavera” versionada por Omara Portuondo. Las ojeras de este personaje que fui yo se reflejan en la pared de un vaso humeante de té verde. El aroma mezcla nubes invisibles con las huellas de todos los reveses cosechados, más unos cuantos de propina que no se merecía. Y no me refiero al tiempo pasado que es ayer por el reloj, sino al tiempo que es ayer por el recuerdo.

Entre nosotros baila, interponiéndose, la mirada biselada de su memoria. En una ocasión, nuestras consciencias se mezclaron como las aguas de dos caños; pero para Codorníu fue imposible recordar por dónde se habían quedado las promesas cuando nos separamos. Quizá estuviésemos hablando de hombros que nunca dejarían de estar, de manos que nunca se cansarían de volar juntas; de apeaderos comunes, soñados con la inocencia de no pensar en nada... 

Me reconozco a mí misma a través de su atención perseverante. Aunque si pudiera emocionarme lloraría ante la inutilidad de sus esfuerzos por alcanzarme. Y es que sigue interpretándolo todo en términos de un yo permanente y separado, y no se trata de eso realmente. 

La búsqueda es la trampa. Codorníu ha de hacer el vacío, desechar los conceptos, tener la convicción absoluta de que es la misma consciencia la que asume innumerables formas. ¡Si supiera cuánto deseo que llegue el instante en que se olvide de sí mismo! 

sábado, 15 de agosto de 2015

Este espejo roto no reflejará más;
la flor caída no volverá a la rama.
                                      Zenrin.

Al salir del portal, Codorníu se acopla a las sombras de la pared camino de los cubos de basura de esta localidad crispada. Un calabobos de nostalgia peina la melena cónica de una bombilla del alumbrado municipal, rubia por más señas. 

Pero no está la noche para prestar atención a detalles tan literarios; tampoco a la burda oscuridad cribada de jadeos, que escapan de los coches montados sobre la acera que circunda el parque.

En la esquina hay tertulias de bolsas de basura abandonadas al pie de una farola, esta vez de luz blanca. Codorníu deja la suya y escucha el restallar proveniente de los nudos retorcidos en la boca de su estómago. El dolor le dice que ha malgastado la salud a causa del Havana con limón. Aprovecho para que se fije en mí. Para que vea que ese dolor no es él; que es más bien una oportunidad de oro para descubrir el sentido de estar presente.

Hoy no he sabido soñarle un despertar, aunque sigo pegada a sus sentidos. ¿Qué otra cosa puedo hacer? Por el momento necesita agotar su ego, desplegando un esfuerzo enorme para comprender verdaderamente que nunca es la persona la que se libera, sino que se libera uno de la persona. Esto se lo repito mucho.

Seguir buscando, dando palos de ciego, es inevitable. La certeza de existir, a pesar de encontrarse ante sus narices, está oculta por esa sed de ser que no para de perseguir molinos. La unión conmigo llegará de forma espontánea, sin necesidad de ninguna tarea hercúlea. Precisamente, cuando ya esté rendido, cuando se haga a un lado, cuando se aparte.  

sábado, 25 de julio de 2015

Oscuro túnel,
ya no miro el paisaje
sino mi rostro.
          Susana Benet

Mikael me ocupa las veinticuatro horas del día; aunque no por eso quiero dar la impresión de que me olvido de Codorníu, al que acojo y reflejo a partes iguales cuando, sentado ante mí (cosa infrecuente, pues este calor le mantiene todo el día de los nervios), ancla su atención en el sonido de las aspas del ventilador del techo. De noche sale a pasear por aceras solitarias retardando el momento de meterse en la cama. La bolsa de basura, colgando de su mano cual peso muerto, y el corazón de zahorí -reventado por las arritmias del desencanto- no paran de rastrear conexiones a ver si el radar se topa con alguna frecuencia pasada donde fuimos felices.

Pero Codorníu anda buscando instantes que la memoria se encarga ya de dosificarle por simple economía. La muy tacaña retiene para sí los últimos sustantivos de colección que leyó de mis labios y, a cambio, se desprende del dolor inhumano que subyace bajo sus yemas, mientras, por el día, se pega a muebles y paredes. La memoria gasta guantes de látex; sabe que no hay que dejar pistas para no ser alcanzada por la culpa que aún persigue a este mudo inquilino conceptual del espejo.

El tiempo no hace excepciones: se encoge para todos los reflejos y empaña su rostro de tanto condensarse. Embriagadas en medio del vapor, las imágenes fingen una existencia que no tienen. Cada noche, en la mesa, Codorníu repasa los arabescos del hule buscando una salida al laberinto. Ningún apetito le recuerda a la vida: cena -o hace que cena- entre migas de pan tiradas a los dados. 

Un batir de tortillas guitarrea con las cuerdas de tender en el patio. Es lo único ciertamente real; precisamente en ese contexto: sin nadie que lo escuche.

domingo, 19 de julio de 2015


No existe nada llamado mala experiencia.
Las malas experiencias son la reacción
de tu resistencia a lo que es.
                                (Yogi Amrit Desal)

Codorníu, a tu edad deberías estar harto ya de ruidos y de ruedos. De ruidos, porque cada noche las obsesiones te ponen la cabeza como un bombo. De ruedos, porque eso que no para -al tumbarte en la cama cada vez que cierras los ojos- se llama desangrarse.

Aún no sabes que soy yo la causa que te empuja a salir por las calles vacías. Un caminar difícil, tropezando de una en una con las farolas inoportunas que se interponen. La más recurrente: el sobresalto del abandono, la angustia, tus súplicas entrecortadas, el lento descenso en mis brazos hasta la ebria oscuridad...

¿Y todo para qué? Al final siempre echas el cierre con un llanto seco, solo interrumpido por las bruscas sacudidas de los suspiros. Así llevamos... ¿Cuánto?

Lo tienes muy difícil. En estos momentos, poner atención a lo que sientes te parece una gesta propia de semidioses. Pero no hay otra, créeme. La única salida es encarar una por una esas malditas emociones que el corazón pone en órbita por la zona del pecho. Hazme caso: no las huyas, no bebas, sopórtalo a pelo. 

Sé que es muy duro; pero si las miras fijamente, se revelará tu naturaleza ficticia. Si deseas liberarte de ellas sinceramente, piensa esto que te digo: Nunca es la persona la que se libera, sino que se libera uno de la persona.  

Comprender esto y reconocer lo falso como falso es a lo que has venido a este mundo. Como decía Adriano: Correr tras otras cosas no vale la pena. 

Hay que dejar los peces en el agua.

sábado, 11 de julio de 2015

Al mirarte en el espejo,
forma y reflejo se contemplan.
Tú no eres el reflejo;
pero, ciertamente, el reflejo   eres  tú.
               (Tozan  807-869)

Un día se lo leí a Lacan: «Lo externo son meras proyecciones». Sin querer he saltado la raya de nuevo; otra vez el brinco hacia el pasado, desandando la espumosa vereda que se cerró tras la barca de la juventud. 

Ya en la orilla, en brazos de mis sueños, vas tú, Mikael, recorriendo la curva que forma el mar azul contra la arena blanca. Poco después, despiertas destemplado en la playa; te quedaste dormido, el sol ya no calienta: para un adolescente todo es desasosiego. 

Mientras pude, mientras me dejaste, te llevé una tumbona y te sugerí la siesta entre las dunas. Intento no perder nunca el gesto, a pesar de tus gritos; a pesar de ese mundo rígido de las formas. Aún ahora, cuando sientes algo de frío y te incorporas, empiezo a soñar que froto tus hombros con mis manos. ¿Cómo hacerte llegar el más pequeño, tierno y amable de los detalles?  

Sueño que todo a tu alrededor está envuelto por esa luz especial que suaviza los perfiles y toca los colores con esos tonos pálidos y pacíficos, tan resultones para la fotografía. 

Dejo que oigas mis pasos; también tenues, como los tonos. Te vuelves. El mar queda a la espalda. Levantas la cabeza... 

Nadie. 

Y es que no hay nadie, Mikael. A veces se oye fuera y es dentro. Rectifico: siempre es dentro. O mejor: no existe eso de afuera y adentro. Te he contado mil veces que también le susurro esta verdad a Codorníu... 

Otra cosa es que no encuentre el camino para que la hagáis vuestra. Y esa es mi pena.

, Cartas a Mikael.

domingo, 5 de julio de 2015


El  nombre  Mikha'el  significa "¿quién hay aparte?". Se trata de una pregunta retórica, cuya respuesta es "Nadie".

El olvido es el único paraíso que recuerdo a veces. De allí salgo para regresar al espejo precioso, a la certeza de existir, al mundo de las formas donde toda quimera es efecto de otra ilusión previa. También de allí surgió Mikael con aquellos mechones rubios, una bolsa de gusanitos en la mano, los morros embadurnados de naranja y una sonrisa abierta y luminosa, que disipó mis peores pesadillas durante muchos años. Más adelante, paseando a su lado por las calles mojadas, nuestro reflejo pixelado en las aguas de los charcos (que yo miraba de reojo mientras caminábamos en silencio) fue introduciendo en la escena un cierto desasosiego sin saber bien por qué. 

Entre tanto trabajo tutelar que me da Codorníu, casi había olvidado ya
 aquella desazón. Mis ojos, vueltos por aquel entonces a los naturales tropiezos que hilvanan la vida de un adolescente, impusieron una pausa a este otro yo entrañable. Mikael me necesita más -pensaba-, porque está perdidísimo entre la bruma de los desórdenes que le acontecen.  

Ese recuerdo doloroso me sigue colocando un denso tapón a la altura del pecho. Termino por creer (mi deseo frustrado confunde ya esas cosas atemporales que pasan y no pasan) que, algún día, Mikael tendrá una mirada cálida que se posará en otros seres -ya que en el mío no fue posible- y dejará atrás su zozobra.

Por ahora, tengo que conformarme con una media sonrisa suya (cuando está de buenas) y una colección de gestos uraños que zigzaguean por la casa como un racimo de gotas recién nacidas, buscando su camino en el cristal empañado de los amaneceres que le ven regresar. 
, Cartas a Mikael.

lunes, 22 de junio de 2015

Con su linterna,
el niño hace bailar
a las estatuas.
          (Jorge R. Quintana)

Codorníu admira la sencillez de las imágenes y de las gentes, pero él es complicado. Igual le ocurría al joven Werther cuando se refugió en Wahlheim. 

Le estoy observando a pocos metros. Él no es una estatua; pero solo con mi atención ya le finjo vivo, como dice el hayku. La brisa, por el contrario, peina y despeina los gorriones que merodean alrededor de su mesa. Saben que Codorníu anda enredado con los recuerdos y no se alejan de su lado, aunque no puedan atravesar el abismo biológico que les separa. El más osado se acerca hasta mí y me pide que le pregunte que si no se siente muy solo. Accedo, los gorriones son muy pesados: si paso del primero, sé que luego vendrá otro y otro. 

Le deslizo la pregunta al oído. Hasta los anillos de las marcas de espuma de su cerveza detienen el descenso y se preparan para escuchar por si hay respuesta. Por fortuna, los saltitos de los gorriones –el más suave de todos los sonidos que nos rodean- contribuyen a que se oiga perfectamente el silencio. Es justo lo que yo hubiera contestado.

Los mutismos de Codorníu asoman su balanceo por detrás de un búcaro muy especial, que lleva clavado en el corazón. Se trata de una botella de albariño sin etiqueta, que dio sabor a nuestros besos en la misma mesa donde se encuentra ahora, sumido en añoranzas y medio borracho.

Me gustaría decirle al gorrión que me hizo la pregunta: «El encuadre es perfecto, déjalo así; hasta pintarlo sería un pecado. Incluso está de más hacer un relato sobre lo que siente en la intimidad de su ser»

Pero... ¿Cómo pintar un óleo sin que el pincel deje algunos pelos en el lienzo?