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martes, 17 de febrero de 2015


Únicamente quien se ha encontrado a sí mismo, puede  encontrar a los demás.
                                 (Gabriel Jurjevic)

Chumpéter recorría mi cuerpo, mientras Codorníu zigzagueaba por mi alma como una zarza ardiente. El que sueña no tiene control sobre lo que hacen las imágenes que ve en su sueño. Mi relación con ellas fue un privilegio en el que no cabe la más pequeña de las autorías. Pasarlo ahora por una mirada distinta le viene bien a este fardo que convenimos en llamar recuerdos. 

A sabiendas de que la conciencia se manifiesta en un sinfín de cuerpos, el mío de mujer intentó ocupar el lugar de muchos otros. Fue así, buscando, como encontré heterónimos con los que desprenderme de la identidad permanente que nos toca de serie. 

¡Cómo comprendo ahora los desasosiegos de Pessoa!

Aunque ya nadie enciende fósforos, entonces sí lo hacíamos. La vida era un recital en sí misma donde nos quemamos las yemas agotando la atención en pos de una liberación ilusoria. Por suerte, no sabíamos lo que era un móvil ni el séptimo armónico de una onda; trenzábamos mundos con las innumerables miradas que provenían de ese encantador de serpientes que es el yo, y seguíamos.

Recuerdo que en el espejo se reflejaba un limbo feliz: el juego de los tres en proceso continuo de subjetivación de la empinada realidad de Lavapiés. Aquella buhardilla, imitación Montmartre, era poco menos que un paraíso donde tomábamos café a sorbos calientes y sensuales en la sobremesa. Después, salíamos a la calle y, emulando a Rayuela, nos separábamos en el portal, yendo cada uno a su bola hasta el atardecer. Al llegar la noche, nuestros ojos se encontraban permitiendo un funanbulismo de mesa a mesa, recostados en aquellos respaldos de terciopelo carmesí del Barbieri. No nos pedíamos discursos ni poemas para vendernos motos, bastante nos habíamos dejado los dientes contra el suelo en los años setenta. 

Como actores noveles, creyendo improvisar gozosos alguna parte de la obra, todo lo que no hacíamos quedaba escrito en servilletas que acababan siendo bolitas arrugadas de papel, diseminadas por el suelo, inocentes y anónimas.

Saleta.