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sábado, 19 de noviembre de 2016

"Se ha escondido
  en el bosque de bambú
  el viento de invierno".
                (Basho)

Codorníu cierra el libro de haykus, poniendo buen cuidado en dejar el dedo corazón entre las páginas. Luego, cierra los ojos y escucha cómo resuena lo que termina de leer. 

Muchas veces, los haykus no le dicen nada; pero cuando llega el momento, uno de entre todos emerge desnudo -desde lo más profundo- y le deja tocado. Ese mismo lo habrá leído mil veces anteriormente; pero nunca pudo pasar del envoltorio mundano: una estructura de versos de buen gusto literario.

Sin embargo, ahora (ese es mi momento) todas las piezas encajan, cobran significado, se acoplan. Traen luz sobre qué hacer con tal revelación. 

Con la mirada que cruzamos, puedo saber que ha comprendido la relación tan especial que hay entre la semilla enterrada en un pequeño poema y aquel al que se le ofrece.

Precisamente por eso, porque la cosa es entre dos, Codorníu intuye que pasar de aquí sería cruzar la raya que nos separa y fundirse en una conciencia global donde ya no existe Saleta ni Codorníu ni personaje alguno.  Y ese paso es difícil, muy difícil.
 

martes, 1 de noviembre de 2016

«Al ser conscientes de algo que percibimos, somos conscientes de la Consciencia. Ella es consciente de Sí misma, estemos o no atentos; tanto si nos apropiamos de la observación, como si no».
Codorníu fue un testigo de piedra de tantos años de esfuerzo para ver lo falso como falso; aunque este “ver” no pasara entonces de una mera comprensión intelectual. 
Recuerdo un día que, tras una manifestación, conversamos acerca de cómo habíamos llegado cada uno a tomar esa conciencia de clase que nos empujaba a participar en actos de más o menos riesgo, según el periodo. Tras una hora de charla, contando batallitas sobre lo que significaba para cada uno de nosotros eso de “ser consciente”, hubo un instante que, con un simple cruce de miradas, supimos que caminábamos por una calle cortada que nos invitaba a sacarnos de allí por puertas distintas. Unos reflectores inesperados, iluminando el callejón, nos desvelaron que no estábamos haciendo otra cosa que entretener el tiempo sobre las tablas de un teatro sin público. A partir de ese momento no dijimos palabra –el silencio es mudo y no pudo ayudarnos– hasta salir del café.
De aquellos otoños, apenas quedan hoy reflejos en la loza manchada por el vino. De las rosas, ni rastro; aunque tampoco es necesario: mis pies han dejado de vendimiar hace años; los dedos, de marcar un número donde no hay nadie nunca... nadie real, quiero decir.
Como la paloma de Alberti, la cometa de Codorníu se escora angustiosamente en el aire, emulando a un ave separada de la formación migratoria. Sus brazos de caña baten contra el futuro con angustia, con miedo a troncharse. 
Las fiestas de San Cayetano, me han traído su recuerdo por la música de la calle, el chirriar de unas cuerdas de la ropa mal engrasadas, o un batir de tortillas que rebota haciendo un helicoide por el patio de luces antes de perderse en las estrellas…
Ambos nos dejamos retroceder hacia el pasado, relamiendo -entre risas- los labios soñados.